lunes, 30 de abril de 2012

La lágrima que colma el alma


La alegría es así como la chica guapa. La tristeza sería como la hermana fea.

No es en absoluto fea, pero ella piensa que sí. Ella no brilla como la otra, no hace reír, no ilumina la sala cuando entra. La gente procura no recordarla, en una reunión se intenta no hablar de ella  y en un baile nadie la sacaría a bailar.  Por eso cree que es fea.

La tristeza es silenciosa, apenas hace ruido.
La tristeza cala como una lluvia fina.

Cuando cala, se queda dentro. Entra muy profundo. Hondo. Y ahí permanece callada, quieta, muda pero latente.  No es un virus. Es tan sano tenerla como tener vitaminas, o minerales.

La tristeza, la honda, la que nos toca el alma, la que nadie saca a bailar, siempre aflora porque es tan antigua como la vida misma.
Aflora porque es vida y la vida vive.

Siempre hay una última lágrima que ya no cabe en el lagrimal y ese desborde lo agradece el alma, harta de hacer que puede con todo.

 La tristeza no es guapa, es hermosa.

sábado, 14 de abril de 2012

Cinematográficamente chic


Ahora que mi hijo tiene dieciocho años, pienso en cuando los tenía yo.

Siempre cuento que mi casa estaba llena de gente, bueno, pues aquella mañana, en la que amanecí siendo mayor de edad, me levanté y no había nadie. ¡Qué decepción!
Como acto de rebeldía tonta, decidí, después de desayunar, fumarme un cigarro de los de mi madre. Nunca le había dado ni una calada a escondidas a uno. Así que, cómo no, me sentó fatal. Me maree, me puse pálida, tenía nauseas y recuerdo ir apoyándome a las paredes hasta el cuarto de baño con toda la intención de vomitar. Mientras me echaba agua fría en la nuca  pensé: Anda que vaya dieciocho años más mal estrenados, guapa!

En realidad me impulsó a fumar una imagen. Me parecía de lo más chic cuando mi amiga María abría su bolso para sacar algo y se veía la cajetilla de tabaco allí entre el monedero, las llaves y mil cosas más.
Tonta de mí, podría haber simplemente metido un paquete de Marlboro en el bolso sin necesidad de fumarlo, pero no se me ocurrió y aquí estoy escribiendo esto con mi cigarrito humeante al lado.

Con dieciocho años y un día, me apunté en la autoescuela. Lo de ir conduciendo con musiquita me hacía una ilusión tremenda.  Me parecía una escena muy cinematográfica. 
Nunca me había sentado al volante de un coche, ni siquiera  en uno parado para de broma hacer como que conduces. Sabía que tenían unos pedales, un volante, una palanca de cambios y poco más.  Los coches no me emocionaban, encima mi padre los detestaba y lo poco que hablaba de ellos era para rebajarlos al mero hecho de transportar.   


Nada más llegar a la clase, me metieron  en uno, me indicaron  cómo arrancar y aparecí en la Plaza de Castilla (Madrid), con tal lío de autobuses y coches y carriles y de todo, que me puse a gritar como si fuera en la montaña rusa.  Me quedé encerrada en el interior de la rotonda dando vueltas y vueltas sin ver la posibilidad de salir de allí en algún momento.  El profesor empezaba a enfadarse, pero me daba igual,  yo había entrado en un estado de semi-shock. No recuerdo cómo conseguimos salir de aquella plaza infernal, ni cuanto tardamos en hacerlo. La verdad es que no recuerdo nada más de aquella tarde. Dicen que un shock puede producir amnesia y algo así debió de pasarme.
El caso es que luego se me dio muy bien. Aprendí en seguida y mi profesor estaba muy orgulloso de mí.  Yo también estaba muy orgullosa de mí, para qué negarlo.

En cuanto tuve el carnet hice mi sueño realidad. Le pedía el coche a mi padre, un Seat 127 con radiocasete, y me dedicaba a conducir por Madrid escuchando música y fumando. Qué maravillosa sensación, ¡Qué cinematográfico! ¡Qué chic!

Empecé a ser una sobrina ejemplar. Me ofrecía siempre a llevar a mis tías a su casa y cada día me inventaba un recorrido nuevo. En ese momento me habría hecho taxista profesional. Me compré, incluso, un callejero de Madrid que todavía guardo. Un libro gordo, cuadrado, pequeño, precioso. De esos que todo buen taxista llevaba en el asiento del copiloto, al lado del bocadillo y del dispensador de monedas.
Me sentía muy bien con mis dieciocho años. Mi bolso al abrirlo mostraba una cajetilla de tabaco y la “L” pegada con ventosas en el cristal de atrás, se iba despegando cada vez con más frecuencia. 

Los dieciocho, te hacen mayor de un día para otro. En ningún otro cumpleaños se produce un cambio tan marcado. Aunque ahora que lo pienso, en mi cuarenta cumpleaños, desperté con una cana tiesa e indomable en el flequillo. Por supuesto la arranqué de cuajo, obviando supersticiones, ¡no estaba dispuesta a ver aquello todo el día! Lo peor fue que al rato me di cuenta de que no hubiera importado demasiado dejarla, ya que por arte de magia había dejado de enfocar bien de cerca. 
Veo que los cuarenta también marcan, pero desde luego, no de una forma tan cinematográficamente chic…


jueves, 5 de abril de 2012

Y así empezó todo

Mi madre cuenta que había sido tan cobarde en los otros partos que conmigo se hizo la valiente y casi nazco en el coche de mi padre.  Él, que odiaba conducir y ella quejándose a cada bache. Qué dos piezas irrepetibles.


Afortunadamente, de las madres no se duda, pero lo cierto es que yo era la viva imagen de La Consola, La Consi pa' los amigos. Era la mujer que trabajaba en casa y que nos quería más que si nos hubiera parido.
“Ay mi tesoritooooooooooooooooo!!!!!!!!!!” me gritaba al oído con todo su amor, dejándome un prolongado y agudo pitido, igualito al de cuando se acababa la emisión de la tele por la noche.

La Consola, siempre le reprocha a mi hermano haberse tenido que ir aquella mañana, del hospital corriendo a casa, porque llamaron para avisar de que el niño andaba con fiebre. “Hay que vé que oportuno er niño…!”


Y en aquella casa del niño con fiebre, que resultó ser un hermano muy divertido, me esperaba un montón de gente por conocer. Allí siempre había gente, de todas las formas y colores, de todos los gustos, de todas las especies.  Me esperaba una hermana mayor guapa como ella sola, me esperaba otra rubia a lo Doris Day, me esperaban tías a cada cual más excéntrica y más adorable, una abuela marquesona y gallega, y una infancia tan llena que todavía, a estas alturas, tengo.